Siempre me gusta hacer una pausa durante el día para tomar un café, hacer un par de trazos en el papel mientras enumero las tareas que durante el día debo hacer. Sin embargo, esta tarde quise hacer algo diferente. Decidí sentarme sobre la fría hierba de un parque a observar las nubes y jugar a descubrir las formas que ellas ocultaban.
De un momento a otro, me sentí reviviendo la historia de «Alicia en el país de las maravillas», cuando aburrida de estar sentada con su hermana en la orilla y sin tener nada más que hacer, vio pasar aquel conejo blanco con su reloj de bolsillo; En mi caso, era una niña, que en medio de risas, corría de lado a lado detrás de una mariposa, queriendo atraparla.
Una niña de la cual no podía apartar la mirada y pronto estaba sentada junto a mí, haciendo preguntas y hablando sin parar.
Allí fue donde conocí a esa niña y su historia.
Federica, era una niña algo particular. Era de las que odiaba el rosado, porque en su fiesta de primer año, le pusieron un vestido de este color que debido a sus enaguas picozas y la incomodidad que le causaba solo lloraba; yo fuí una de las víctimas de esas odiosas, las cuales mi abuela y mamá eran feliz poniéndome, y razón por la cual odié ponerme vestido por muchos años.
Ella era de las que ponía tanta atención en clase que todos sus compañeros la trataban de nerd. Era de quienes comía los dulces de halloween a escondida de su madre para evitar que la regañara. Finalmente, era una niña con miedo, que poco hablaba porque no quería quedar en ridículo si fallaba; Federica era una niña que se ocultaba, que había construido una caverna, como la de aquél mito que hace alegoría de la teoría de las ideas propuesta por Platón. Una caverna, donde vivía en una realidad ficcionada, imaginaría para ausentarse de aquello que no quería ver, sentir; para huir.
Dentro de sus muchas historias, pues no paraba de hablar, hubo una que amé.
Empezaba contando sobre ese día de lluvia, de esos que a ella tanto le gustaban.
Salió a jugar, a brincar de charco en charco, a llenar sus zapatos de lodo; el solo pensar en su emoción y alegría de ese momento me eriza la piel, pues soy de quienes con sus 34 años, aún disfruta de ese estar bajo la lluvia aunque signifique llegar mojada a casa o la oficina. Pero volviendo a la historia de Federica, mientras ella seguía sintiéndose libre en medio de la lluvia, escuchó el grito de mamá que le pedía entrar a casa y evitar pescar un resfriado.
Al salir corriendo y por culpa de sus cordones desatados, cayó sobre la hierba. Ya no solo eran sus zapatos los que estaban llenos de lodo, era su ropa, brazos, hasta cara.
Con mucha prisa quiso ponerse de pie para evitar un enojo mayor de su madre. Sin embargo, en medio de los colores opacos de la tierra y hierba húmeda algo la hizo detenerse. Al lado de su mano izquierda, se encontraba un resplandor amarillo: un lápiz. Así que, sin pensarlo, tómo rápidamente aquel objeto en sus manos, antes de escuchar un segundo llamado de mamá.
Al llegar a casa, se quitó su ropa mojada, dejo el lápiz sobre su escritorio, limpio su cara y antes de que cualquier estornudo surgiera bebió su aguapanela de limón y se tiró a ver televisión.
Sin embargo, algo desde su habitación brillaba, algo titilaba con mucha fuerza. Abrió la puerta suavemente y allí estaba nuevamente el brillo de ese lápiz, que al entrar de la calle, dejó en su escritorio.
Lo tomó en sus manos, le limpio el polvo y empezó a dibujar junto a él; Al inicio sus trazos parecían no tener sentido, pero a medida que hacía una línea más, todos aquellos lugares que había dibujado en su interior, ya no eran imaginación.
Ese lápiz no era cualquier lápiz, era un lápiz mágico que le daba vida a cada cosa que ella dibujaba desde su sentir. Un sentir lleno de color, de formas.
Ese lápiz se volvió inseparable. La acompañaba a cada lugar que iba, ayudándole a crear lugares maravillosos y borrar para sacar de su vista todo aquello que pudiera lastimar. E igualmente lo usaba para hacer sonreír a todos los que a ella le importaban.
Ese lápiz le hizo sentir tanto poder y seguridad, que su mayor sueño se tejió alrededor de él.
Sin embargo, como sabrán los lápices no son para siempre y menos uno mágico. Pero Federica ya no necesitaba que fuera mágico. Porque aquel lápiz ya le había enseñado que la magia estaba dentro de ella.
Federica era yo. Era mi niña que conocí ese día sentada sobre la fría hierba para abrazarla y ponerla al corriente. Para decirle que su sueño de ser una artista no ha muerto, sigue vivo en cada dibujo que encontrarás en mi libreta y sigue vivo en cada texto que nace para simplemente contar una historia. Y que ese color rosado que tanto odiaba lo lleva puesto de vez en cuando.
El sueño sigue vivo solo se transformó.